domingo, 4 de mayo de 2008

Segundo puesto: Lía Isabel Alvear Ramirez - ¡El museo empieza aquí!

CONCURCURSO DE CUENTO BREVE EN HOMENAJE A

JESUS MARIA VALLE JARAMILLO

Segundo puesto: ¡El museo empieza aquí!

Autora: Lía Isabel Alvear Ramirez

Correo electrónico: liaisabel@une.net.co

¡El museo empieza aquí!

...anunciaba un letrero ubicado al borde del camino que conducía al pequeño poblado. Otrora debió haber tenido el fondo blanco pero el tiempo lo tiñó de sepia y las moscas se encargaron de depositarle diminutos y negros lunares; sin embargo no olía a viejo sino a brisa silvestre y a flores del campo.

- ¡Que curioso! pensó el viajero que atiborrado de papeles, caminaba contando los habitantes, pues un censo cada tanto sin duda incrementa el recaudo de impuestos; esa era su misión entre caminos y hondonadas. - ¡Qué curioso! ¿Acaso los objetos meritorios no son guardados en lugares especiales, lejos de la intemperie que todo va resquebrajando?

Personas amables le recibían entregándole sin mezquindad los datos, sólo y es menester dejarlo claro, sólo los que él solicitara. El hombre diligente, los iba encarcelando entre las hileras y columnas del formato. Al cabo de tres días estaba satisfecho de poseer de la comunidad un buen conocimiento.

Debía buscar la firma de la autoridad competente para respaldar el deber cumplido; entró en la oficina y en forma comedida solicitó la rúbrica que le fue concedida en medio del silencio. Agradeció y salió, ahora sospechando que algún detalle escapaba a sus datos. Caminó un poco y caviló otro tanto; entonces escuchó silencios y repasó los gestos acompañantes; en realidad la fracción audible de los tres días de trabajo era mínima. Seguro estaba de haber realizado a cabalidad el trabajo, pero... ¡tanto silencio!

- Señor ¿le ha preguntado usted al camino lo que preguntó a mi madre? interroga una niña que jugaba en el parque.

- ¡Que cosas se te ocurren! Estoy censando personas, no caminos ni calles.

- ¿Y si vuelve a recorrer sus pasos?

- ¡Noooo! debo llegar a sistematizar...

- ¿Y si vuelve a recorrer sus pasos? Pregunta de nuevo la niña interrumpiendo el poco novedoso argumento del hombre.

- ¡Niños, niños! -pensó- ¡todo lo ven fácil! Marchó meneando la cabeza como para desprenderse de la infantil insensatez.

De camino al hotel, donde recogería sus bártulos, decidió repetir el recorrido pero en horas de la noche, para evitar la mofa de la niña dado que se la topara. Sin ser visto podría husmear a sus anchas.

Cuando hubo llegado al letrero ¡El museo empieza aquí! dio media vuelta y emprendió el regreso por la vera del camino; de repente se tropezó, encendió la linterna, descorrió el follaje y encontró una rústica cruz de madera en cuyo brazo horizontal se leía: Aquí está degollado Pedro el pianista. Bastante impresionado levantó la linterna para otear el panorama; notó más letras en un árbol, se acercó y leyó: Aquí está desangrada Margarita la panadera. Un poco más abajo pero en el mismo tronco: Aquí están los dos angelitos de misiá Juliana. El hombre decidió anotar cuanto encontrara, razón por la cual lo sorprendió el día con su libreta de apuntes bastante cargada.

Aquí está... empezaban así todas las inscripciones que encontró a su paso; unas en cruces, otras en troncos, algunas más en piedras, ¡hasta en bolsas plásticas con el letrero adentro! en estos casos, pensó el hombre, debe haber familiares que vienen con frecuencia a rendir tributo a quienes allí reposan. Aquí está descalabrado Serafín el que hacía mandados, ... desangrado Marco Antonio el sacristán, ...torturada con tijeras Alicia la modista, aquí está... ¡tantos!... ¡tantas!... con su singularidad, virtud de pequeños poblados, donde la gente se distingue por lo que es, por su esfuerzo e historia.

Amanecía cuando llegó al hotel. En el escritorio, al lado de los formatos diligenciados, puso la libreta donde había atrapado voces, llantos y gritos del pasado. Lentamente las rectilíneas hileras y columnas del oficial formato, parecían deslizarse en el papel con sutiles movimientos; el censador pensó por unos momentos que la impresión y el sueño lo tenían mareado; pero al cabo de un rato, ante la mirada atónita del hombre, el vaivén daba origen a nuevos espacios de hileras y columnas donde se iban acomodando Pedro el pianista, Margarita la panadera, Julián y Tomaso los dos angelitos de misiá Juliana, Serafín el mandadero, Marco Antonio el sacristán, Alicia la modista... todos, todas, cada quien en su respectivo grupo familiar.

En tanto afuera, las estatuas de la capilla, de abajo hacia arriba, se fueron agelatinando; cierto tembleque se pagaba a las rodillas y ascendía por el tronco hasta las manos. En los dos parques que había, los bustos de tres troquelados próceres entraron en leves estertores, notorios sobre todo en los arcos de las cejas y en los muñones del los brazos. En las casas, los retratos fueron dulcificando sus rostros, fruto de una cierta distensión muscular de origen aún sin precisar.

En forma extraña trascurrió el tiempo. Se tornó lento, espeso, sepia... olía a humedad de escaparate de antaño. La rutina fue pillada cual herrero, martillando la historia que lucía cansada. Amigos... enemigos... y en medio, un silencio inestable desde siempre acunado.

Incontable cantidad de minutos se fueron deslizando a medida que La Tierra, obligada por su pequeñez a girar en torno al astro más grande, abandonaba la mañana para dar paso a la tarde. Así y en este lapso, sobre el escritorio del censador terminaron de acomodarse las personas-recuerdo en las casillas correspondientes al ADN que engalanó su sangre.

Afuera de aquel recinto, sin aspavientos, descendían de los pedestales y de los marcos de los cuadros, las personas que el barro o la cámara habían congelado. Don Pedro por ejemplo, en sepulcral silencio tomó el brazo de su esposa y despacio llegó al templo, se paró a la diestra del obispo cuya estatua, otrora altiva, reblandecida ahora víctima del evento, tornaba en gesto amistoso el músculo tenso que la prepotencia reclama. Don Pedro se instaló a su lado, a la misma altura; humilde pero digno como lo fue antaño.

Alicia la modista, retratada con dedal, aguja e hilo, bajó con ellos y caminó hacia el parque; allí, antes de que sus tijeras cortadoras de tela en manos ajenas cortaran sus entrañas, entre puntada y puntada por las tardes, contaba cuentos e inventaba charadas para deleite de todas las personas que a bien tuvieran escucharla. Cada quien fue llegando al sitio que en vida acogiera su actividad más preciada.

Pertinaz la capacidad de inferir fustigaba el censador que resistía el embate. Decidió huir; la orden racional bajó a sus piernas cuyos músculos no lograban echar a correr, pues la sangre se inundaba de pavor al pensar en repisar los pasos hace sólo unas horas caminados. La razón y el instinto en su un cuerpo luchando. Abrió la puerta... y si bien en la habitación él vivía su drama, lejos de ella, en aceras y calles; capillas, casas y parques, al cabo de tanto trajín, otro tiempo se fue colando. La dignidad abrazó los oficios de quienes eran recuerdo, de quienes aún respiraban.

Contando... contando..., pues se cuenta en números y se cuenta en dramas, permeó el pasado las insípidas neuronas del censador que el azar llevó al poblado. La historia estaba de plácemes. Era una nueva historia ancha y profunda, de voces poblada. Amañarla ya no era posible; caminantes y estatuas, vivientes y retratos se reconocieron guardianes; el discurrir de la humanidad por el tiempo sería verazmente contado. El hombre se marchó con su legajo... a sistematizar... Dejó la memoria sin mordaza, presta a intervenir cuando cualquier prestidigitador con autoridad osase desmembrar la suma de pequeñas verdades.

Al pasar por el lado del letrero ¡El museo empieza aquí! lo volteó, de tal suerte que quedó anunciando la inminente revisión del censo en la nueva lontananza.